Quedan pocos días para cerrar 2015, un año que sumaría unos 227.000 casos nuevos de cáncer en España, según datos publicados por la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM). Estas cifras unidas a la introducción en el mercado de nuevos tratamientos junto con el aumento de los precios han avivado, aún más si cabe, el debate sobre el papel de los biosimilares.
Desde que en 2006 Europa diera ‘luz verde’ a la somatropina, otros medicamentos biosimilares como la eritropoyetina recombinante humana (epoetina) y el factor estimulante de colonias de granulocitos humano recombinante (filgrastim) han sido ampliamente usados en oncología, principalmente como adyuvantes en la anemia y la neutropenia inducida por la quimioterapia y la radioterapia.
A esta experiencia, se suma la pérdida de patente en los próximos años de varios medicamentos biológicos usados regularmente en esta especialidad: rituximab, trastuzumab y bevacizumab entre otros.
La principal ventaja que supone la comercialización de biosimilares de anticuerpos monoclonales es la introducción de competencia en el mercado con el consecuente ahorro de costes en los tratamientos de esta área, todo ello contando con las garantías de la Agencia Europea del Medicamento (EMA).
Según el estudio ‘Análisis de los costes indirectos: el caso del cáncer’ elaborado por la Fundación Gaspar Casal y hecho público recientemente, los costes totales del cáncer para el Sistema Nacional de Salud ascienden a 6.000 millones de euros anuales.
Ante este incremento de casos y costes en un entorno en el que los recursos son limitados, la necesidad de introducir medidas que garanticen la equidad y accesibilidad de los pacientes a los tratamientos oncológicos es una prioridad.
No obstante, cabe destacar que en oncología la aplicación de los medicamentos biosimilares no es nueva. Además, cuenta con las pertinentes garantías de calidad, seguridad y eficacia y se presenta como una solución viable para la sostenibilidad del sistema sin comprometer la calidad de la asistencia oncológica.